Es fácil ver el comienzo de las cosas
y más difícil ver el final.
Joan Didion
"El año del pensamiento mágico" de Joan Didion (Sacramento, 1934-2021) es un libro que tenía en mi biblioteca desde hace un año, pero que me daba mucho temor. Lo había comprado de segunda mano y sé que Angélica, la amiga a quien se lo compré, lo había puesto en circulación porque sentía que alguien necesitaba leerlo. Sentí que era el momento adecuado mientras bajaba del páramo con mis amigos del alma y hablaba con una gran amiga sobre la partida de su madre, de lo poco que hablamos abiertamente sobre el duelo y la muerte.
Es un libro difícil de leer en soledad, y por eso me pareció muy significativo poder compartir este mes con otras personas, en pequeños diálogos por mensajes de Instagram, lo doloroso y profundamente conmovedor que resultaba el relato para muchas de ellas. Los primeros tres capítulos los lloré muchísimo, y entendí rápidamente que los duelos por los seres queridos se asemejan a las grandes rupturas: volver una y otra vez al último momento, tratar de entender qué se podría haber hecho diferente, sentir la más desgarradora tristeza y, al mismo tiempo, la mayor rabia y frustración. Es imaginar que todo debe permanecer intacto, por si la persona querida regresa. Como decía Didion, dejarle sus zapatos listos por si los necesita al volver. Ella menciona que las rupturas y las muertes de los seres queridos son diferentes, porque en las primeras quedan lazos, la posibilidad de mantener un diálogo; pero creo que, en muchos casos, esos momentos de cataclismo se sienten igual, porque obligan al cerebro a aceptar una realidad completamente nueva.

Tuve que dejar el libro a un lado porque fue demasiado para mí. Solo pude retomarlo esta semana, luego de ver un documental sobre su vida: su nacimiento en California, su infancia en esa tierra infinita de exploradores, su relación con su esposo y su hija Quintana. Verla transformada en una gran investigadora, que analizaba con rigurosidad y curiosidad sus alrededores, que pudo captar la energía de los cambios de su época sin pestañear, sin asquearse ni escandalizarse, y convertir todo eso en una prosa que aún permanece como testimonio de los grandes cambios generacionales, me inspiró. Quizás eso me devolvió el ánimo para leerla, porque entendí que, con la misma rigurosidad con la que narraba los crímenes en Hollywood o Manhattan, o el conflicto armado en El Salvador, también podía abordar la muerte de su esposo y, como más adelante descubriría, la de su hija Quintana.
Es un libro al que podría volver muchas veces, porque sé que, en el momento de perder a un ser querido, podrá darme más pistas. Hay muy poco escrito sobre el duelo desde una perspectiva laica. Existen los cursos, los talleres, los manuales del duelo, pero nada reemplaza el relato humano que nos ayuda a ver espejos de nuestra realidad. Que yo pueda llorar en un parque, tener la posibilidad de escribir a mis amigos lectores y que me respondan diciendo que entienden perfectamente lo que estoy pasando, que me abrazan en la distancia, no tiene precio. En medio de esta total desesperanza que se respira esta semana, creo que ahí seguirán mis espacios de revolución: en la ternura y el cariño.
El capítulo 17 volvió a arrancarme lágrimas. El capítulo 17, me arrancó nuevamente lágrimas no se lo cuento para que cuando se lo lea me avise y le abrazo. El diálogo con el ser amado que ya no responde, el verse a sí misma sin los ojos de ese otro que le daba sentido, entender que ahora debía mirarse desde sus propios ojos y, aunque fuera por mera supervivencia, seguir adelante...
Es un libro que nos ayuda a poner en palabras el dolor en un mundo que parecería solo aplaudir el éxito y lo que brilla. Estás a salvo; estoy aquí.
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